INGREDIENTES
Para cuatro personas
4 rojos (carabineros)
400 grs. de arroz
1200 ml de caldo de pescado (receta aquí)
1 tomate de pera
1 diente de ajo
150 grs. de gambitas peladas
1 sepia
1 cucharada de pimentón de Murcia
PREPARACION
Echar AOVE (aceite de oliva virgen extra) en la paella y cuando se calienta echar los carabineros. Dar una vuelta para que dejen el sabor en el caldo, sacar y reservar.
Poner el tomate rallado en la sartén con el ajo cortadito y sofreír. Echar el arroz y dar unas vueltas. Añadir la sepia cortada en trocitos pequeños y la cucharada de pimentón. Dar una vuelta pero inmediatamente echaremos el caldo que ya tendremos calentito. Echar colorante alimenticio (azafrán) y contar de dieciocho a veinte minutos cuando empiece a hervir. A los siete minuto más o menos añadir las gambas peladas y a los diez los carabineros que colocaremos en plan decorativo en la paella.
HISTORIA
Uno de los paisajes más bonitos de la tierra donde vivo es, sin duda, el de los campos de naranjos. Me gustan cuajados de azahar, con su aroma y la tierra alfombrada con los pétalos caídos. También cuando cuesta distinguir las naranjas creciendo con su intenso color verde y la movida de las nuevas hojas en marcha.
Y, por último, conforme va madurando el fruto dorado y se torna de un naranja intenso que presagia la dulzura de su interior. Con la poda, y el aroma del humo cuando se queman las pequeñas ramas, se cierra un ciclo...
Pero hay otro paisaje que también consigue hechizarme: es el de los campos de arroz.
Hace años estuve trabajando en Llaurí, a casi a una hora de camino de casa. En invierno era de noche prácticamente cuando, casi a punto de llegar, me desviaba y tomaba una carretera entre arrozales. Allí pude ver salir el sol en los campos inundados reflejándose como en un espejo. Pude ver los primeros brotes de un verde tímido aún. Al poco tiempo me pareció contemplar el más fantástico campo de césped que se pueda imaginar de un verde intenso, el tornarse este verde de un amarillo pajizo por las espigas y, por último, el campo seco.
El verano pasado también pasaba por una carretera entre arrozales y, en ocasiones, tenía que parar el coche para que una pata con su prole consiguiera cruzar la carretera, tenía que hacer esfuerzos por no distraerme contemplando las estilizadas garzas y garcetas. Me entristecía cuando alguna no había podido evitar el final y encontraba su cuerpo en la carretera, y me felicitaba al poder diferenciar a los collvert y las pollas de agua. Conforme transcurría el verano, no sólo cambiaba el color de los campos tornándose amarillos conforme llegaba septiembre, si no el aroma de los mismos.
Olía a paja y a las espigas, albergando los granos de arroz que ya adornaban los arrozales. Los labradores, que había visto con la espalda inclinada tanto tiempo hacia la tierra, levantaban ahora la cabeza hacia el cielo, atentos a las predicciones meteorológicas que les podía echar a perder una buena cosecha. A finales de septiembre a veces tenía que ir a veinte con paciencia cuando tenía delante una cosechadora de arroz, hasta que podía adelantarla y, más tarde, pude contemplar el campo, que tanta vida había albergado, seco completamente y al fin, al final de su ciclo vital se volvió como el manto de una cebra cuando los agricultores amontonaron la paja en líneas y le prendieron fuego.
Mi Valencia es cíclica hasta en el paisaje. Igual que el fuego el día 19 de marzo acaba con el trabajo de todo un año y da vida a un nuevo año fallero, acaba con el ciclo de la naranja con la quema de las ramitas pequeñas de la poda. El fuego termina también el ciclo del cultivo del arroz y comienza de nuevo a salir el sol reflejándose en el espejo del campo inundado y plagado de la rica fauna del parque natural de la Albufera.
Redondo, Bomba, Albufera, siempre el arroz de denominación de origen Valencia, para mí no hay otro mejor.
Participo en el concurso de 'para estar por casa'
La cocina de nuestra región
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